sábado, 10 de noviembre de 2007

martes, 25 de septiembre de 2007

Cesar


Luego de despedirse de su amigo, César cruzó la avenida, en dirección al paradero de Buses. Como siempre a esa hora de la tarde, estaba lleno. César a veces se divertía mirando las caras de todas esas personas extrañas, tratando de adivinar que pensaban. Algunos se veían irritables, les molestaba si alguien los miraba. Otros por el contrario, se veían desesperados por hacerse notar.

15 minutos después, por fin llegaba el bus. La gente parecía olvidar que estaban en un mundo “desarrollado”, pues se comportaban como verdaderos salvajes, pensaba Cesar.

Era impresionante como ni siquiera se respetaba a un anciano o a una mujer embarazada. Eso le disgustaba mucho.

Como acostumbraba, esperó para subirse al último. Mientras la gente subía, sacó su MP3, y se colocó los audífonos. Ese aparato le había costado trabajar la mitad del verano vendiendo frutas en la feria con Andrés, pero no se arrepentía. Era algo que lo ayudaba. Así sentía que mientras la música sonaba, las personas a su alrededor, y el mismo entorno le contaban historias. Era lo más cercano a algo mágico en su vida, y lo disfrutaba todos los días.
Aquel día, una fría tarde de Junio, el bus estaba algo más repleto de lo habitual.”Debe ser el frío”- pensó Cesar. La gente solía no mirarse durante el viaje, y si alguien se movía todo el mundo lo miraba como si hubiese cometido un crimen. Era interesante ver que mientras más lejos estuvieras del otro mejor te miraban.

Después de media hora de viaje, por fin Cesar se pudo sentar. El asiento estaba tibio, recordando todavía a la persona que lo había usado antes. Así sentado, César solía mirar el trayecto, pensando que por muchas de esas calles nunca había caminado. Esta vez tuvo que pasar su mano por el vidrio, por lo empañado que estaba; eso le daba un toque nostálgico al paisaje.

Trató de estirar su espalda, pero con los resaltos constantes del bus era difícil hacerlo. Las calles disparejas hacían que el tránsito fuera difícil en la mayoría de las arterias capitalinas. Aunque parecía que ese día los saltos eran más grandes. “Va muy rápido” pensó César. Fue lo último que pensó, luego todo se volvió oscuro.






13 muertos fueron el resultado del accidente entre un Bus y un camión aquel día 10 de Junio. Además, 45 heridos de diversas gravedades. La noticia enlutó a la nación entera. Niños y personas mayores, todos involucrados en un movimiento del destino que ni los sobrevivientes ni sus familias podían entender.

Como en la mayoría de los accidentes, a pesar que circularon muchas teorías, y se culpó desde los choferes, pasando por el pavimento hasta el Gobierno. Nunca se iba a llegar a explicar realmente por qué en este tipo de situaciones el día final llega de manera colectiva.






III

La niebla presente en aquel bosque sólo favorecía a crear un clima más extraño del que ya había. Árboles altísimos, que no permitían saber con certeza si era el día o la noche, acompañaban a César, manteniendo la sensación de una humedad penetrante.
No sabía cuanto tiempo llevaba caminando, ni en qué dirección. Tampoco podía explicarse por qué estaba descalzo, ni por qué su ropa de colegio había desaparecido, y usaba ahora un pantalón roído que le llegaba más arriba de los tobillos y una chaqueta corta de cuero tan gastada como el pantalón.
Miró sus manos… no pudo más. Cayó sobre un colchón de hojas y tierra húmeda, la oscuridad nuevamente lo poseyó.

Sentía las piernas pesadas y con un dolor penetrante. “¿Cuánto he dormido?”- pensó. Sus ojos le ardían y sentía su cara húmeda. Sólo había algo que tenía claro: no quería mirar y ver que aún seguía en ese Bosque. Estuvo mucho tiempo así, con los ojos cerrados, tratando de recuperar en su mente qué era lo último que recordaba, pero no podía recordar nada. Se sentía diferente, pero no sabía qué era ser diferente. Sólo recordaba su nombre: César, y ni siquiera de eso estaba muy seguro.

Abrió los ojos, un rayo penetrante de luz lo dejó enceguecido, los ojos le ardieron más, pero se hizo de fuerzas, y se puso de pié.
Seguía en ese Bosque, pero ahora estaba seguro que era de día, pues la luz alcanzaba a filtrarse entre las altas copas de los árboles.
Aquel lugar debía ser inmenso, y la sensación predominante era que hacia donde uno fuera, el paisaje no cambiaría.
César llevaba mirando a su alrededor mucho tiempo, cuando lo recordó: ¡Mis manos!
Con un terror inexplicable, fue bajando su vista, y al verlas sintió un mareo que casi lo bota al suelo nuevamente.
Aquellas no eran sus manos, estaba seguro. No podía recordar con claridad cómo eran, pero algo sí podía afirmar, y es que esas manos no pertenecían a su cuerpo. Estas eran mucho más grandes y duras, las uñas estaban sucias y mostraban una edad que a él no le correspondía.
“Debe haber una explicación para esto” se dijo, tratando de calmar el creciente miedo que lo estaba envolviendo. Necesitaba salir de ahí, necesitaba llegar a algún lugar y pedir ayuda, pero no sabía qué dirección tomar. Trató de recordar hacia donde estaba el norte, pero no pudo… Tomó una decisión: caminaría hacia su derecha, y no dejaría de andar en línea recta. Debería llegar a algún lugar.

No supo cuantas horas anduvo, pero no debieron ser más de cuatro, cuando por fin, a la caída del sol se encontró fuera de la espesura que lo había acompañado durante todo el trayecto.
Durante el camino notó que no sólo sus manos eran extrañas para él. Sus pies, sus piernas, y una barba que descubrió a poco andar hicieron que a cada segundo se fuera reconociendo a sí mismo. Algo extraño estaba pasando.

Al salir del Bosque se sentó para descansar en una roca. El lugar era hermoso. Un valle se extendía en una planicie que estaba a más bajo nivel. A sus espaldas el imponente entramado de vegetación formaba un manto oscuro que contrastaba con las colinas de color rojizo que cerraban al final aquel rincón del mundo.

“¿Dónde estoy?” era lo que más pensaba, sin embargo algo en ese lugar se le hacía tremendamente familiar. De pronto divisó un pequeño grupo de casas. Parecían casas pequeñas, a pesar que estaban a un par de kilómetros. El corazón le saltó de esperanza, y, olvidando el cansancio, se echo a andar en dirección al villorrio.

Unas 25 casas, en su mayoría de adobe, pero muy bien adornadas componían aquella pequeña villa. Una larga calle se encontraba cercada por las casas, a mitad de camino, en una especie de centro, se concentraba una buena cantidad de personas, pues a un costado de la calle se encontraba un almacén y al costado un pequeño bar.

El ambiente de calma al caminar por dicho lugar contrastaba con los murmullos y los rostros llenos de preocupación en cada hombre, mujer y niño del lugar. Algo malo había sucedido en aquel lugar, eso era seguro.

César avanzaba hacia el centro de aquella villa, contemplando las casas, y preocupándose por las miradas incisivas que todos con los que se cruzaba le dirigían. “No me conocen, eso es”- pensó. Debía hablar a alguien para así poder saber donde estaba y, si todo iba bien, poder pedir ayuda.

Casi llegando al almacén, una mujer de unos 20 años, delgada, con facciones tristes pero muy bella, se le acercó. César la contemplo durante unos segundos. Su belleza era cautivante, y dentro de sus ojos sólo encontró preguntas, ninguna respuesta. Iba a decirle quién era, cuando la mujer rompió en llanto, se tiró a sus brazos gimiendo:

- ¡Estás vivo Kadar, estás vivo!

sábado, 11 de agosto de 2007

Bajo la niebla



Al despertar de aquella ensoñación, del rostro de Gabriel desapareció toda la alegría que lo había inundado desde unos días atrás. La explicación a aquella tristeza que comenzó a inundar todo su ser venía de un sólo ser. Un ser que ya no existía más. Ahí a sus pies, entre sangre, cemento, humedad, el cuerpo de la mujer que amaba. Tendida frente a sus ojos la persona que había creado la alegría que sentía. Ya nada importaría, pues ya nada existía. Sólo un pensamiento: La muerte la arrancó de sus brazos.





El sudor en su pecho lo despertó de un salto. La misma pesadilla, la que lo atormentaba desde hace casi un año. Se sentó con los ojos aún cerrados, mientras trataba de controlar su respiración. Durante todos esos meses el fantasma de la muerte lo había perseguido sin cesar. Siempre con la misma imágen: Camila muerta, siempre en sus brazos. Nunca sabía el motivo de su muerte, pero siempre la sangre y el dolor eran excesivos. Se sacudió el cabello y, como un ritualque efectuaba desde que habían comenzado aquellos sueños, miró hacia su costado, para ver durmiendo a Camilia. Dios!, !cómo la amaba!


Sin embargo aquella noche algo había sucedido. En aquel ritual, en que él la abrazaba y le decía cuánto le amaba algo faltaba. Camila no estaba. En la cama, de pronto se sintió más pequeño que de costumbre. Miró instintivamente hacia el velador. Al prender la luz de la lámpara vio una nota sobre el velador. Rápidamente la leyó. La letra era inconfundible: Camila.

Arrugó el pequeño papel con rabia, mientras de sus ojos comenzaban a brotar las primeras lágrimas.




Bajo el cielo de Santiago, inmersa bajo la inusual niebla, se sintió un degarrador grito, que resonó en las gruesas paredes del viejo edificio situado en aquella avenida.



Sin saber por qué estaba ahí, ni quienes eran aquellos hombres, trató de moverse, pero no pudo. Sólo ahí, justo en ese momento, Camila sintió el verdadero terror.